24 de marzo de 2015

Volátil extravagancia

Puro vicio (Inherent Vice, 2014)

Dirección y guión: Paul Thomas Anderson
Intérpretes: Joaquin Phoenix, Josh Brolin, Katherin Waterston, Owen Wilson, Reese Witherspoon, Benicio del Toro, Joanna Newsom, Martin Short, Martin Donovan
Fotografía: Robert Elswit
Música: Jonny Greenwood

Tras dos apabullantes ejercicios de estilo como fueron Pozos de ambición (2007) y The Master (2012), parece que a Paul Thomas Anderson le apetecía jugar con un material más ligero. Quizás éste no sea el adjetivo más adecuado para definir la novela de Thomas Pynchon pero lo cierto es que, tras la contundencia a la que nos venía acostumbrando el director estadounidense, adentrarse en un tono más humorístico prometía traer algo de aire fresco. Sin embargo, quizás juzgamos el producto precipitadamente. A pesar de estar contada con mucha gracia, Puro vicio es un filme complejo (probablemente, demasiado) con el que resulta difícil respirar entre el humo de sus porros.

Basada en un libro que muchos han calificado de inadaptable, la cinta explica las andanzas de un peculiar detective que investiga una desaparición en la ciudad de Los Angeles de 1970. El cineasta mezcla con acierto irregular el género detectivesco al más puro estilo de El sueño eterno (1946), diluyendo la investigación en una búsqueda nihilista de las propias motivaciones humanas. Thomas Anderson continúa siendo un realizador prodigioso, cuidando cada mínimo detalle de los encuadres y la puesta en escena, y arrancando interpretaciones fabulosas de cada uno de sus actores, entre los que destaca -cómo no- un Joaquin Phoenix en estado de gracia. Pero lo mejor de la película es su ambientación: una banda sonora hipnótica acompañada de una fotografía deliciosa que hacen más llevadero su ritmo pausado y el excesivo metraje. 

El problema de este (no lo olvidemos) conjunto de virtudes sensoriales es la falta de pulso narrativo. No es suficiente, visto el resultado, con poner ante nuestros ojos un sinfín de ideas sugerentes renunciando (casi) en su totalidad a los trucos argumentales de un guión clásico de cine negro. Sin los cebos adecuados, se corre el riesgo de que el espectador se pierda, se sienta confuso o, lo que es peor, que se aburra. Si se trataba de retratar la decadencia del sueño americano post-movimiento hippie o trasladar a pantalla estados de ánimo psicodélicos, el resultado es más que aceptable. No obstante, propuestas muy similares ya se hicieron hace tiempo en El gran Lebowski (1998) o en Miedo y asco en Las Vegas (1998) y con resultados más sólidos.

Recomendado para amantes del cine sensorial y ese tipo de drogas.
No recomendado para adictos a la sobriedad de la estructura de guión de cine clásico.

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